El largo viaje de Fátima

Hubo una vez una joven llamada Fátima, hija de un próspero comerciante, que vivía en el Magreb. El padre decidió un buen día partir en viaje de negocios, al otro lado del Mediterráneo. “Quizá puedas encontrar un buen esposo”, dijo a su hija. Después de algunas escalas afortunadas, en las que el padre hizo negocios provechosos y Fátima soñaba con su futuro marido, el barco naufragó frente a la costa egipcia. El padre se ahogó, y Fátima se encontró perdida, en la pobreza más absoluta. Afortunadamente fue recogida por una familia de hilanderos y tejedores, muy pobres, que la acogieron y le enseñaron los rudimentos de su oficio. Al cabo de un cierto tiempo, Fátima logró reconciliarse con su desgracia.

Un día en el que paseaba por la rivera, unos traficantes de esclavos la raptaron y la llevaron a Estambul. La trataban con dureza, y la pobre Fátima se lamentaba amargamente de su suerte: era muy desgraciada. Cuando la exhibieron en el mercado, un fabricante de mástiles, que buscaba obreros, al verla tan triste tuvo piedad de ella. La compró para ofrecerle una vida más amable, como sirvienta de su esposa. Pero cuando llegaron a su casa el hombre recibió la noticia de que estaba arruinado, porque su único navío así como todo su cargamento habían sido robados por piratas. No teniendo ya los medios para emplear obreros, se puso a construir mástiles él mismo, con la ayuda de su mujer y de Fátima, lo que constituía una ardua tarea.

Agradecida, Fátima trabajó duramente, y al cabo de un cierto tiempo, lograron alcanzar de nuevo la prosperidad. El patrón acabó por liberarla, hizo de ella su asociada y ella recuperó una cierta felicidad.

Un día el patrón decidió enviar a Fátima con una carga de mástiles al otro lado de los mares, a Asia, para obtener mayores beneficios. Pero el navío, presa de un huracán, naufragó. Fátima a duras penas logró alcanzar la orilla. Una vez allí comenzó a lamentarse, pensando que su vida era una catástrofe permanente, porque cada vez que estaba feliz, sus esperanzas eran quebradas. “¿Por qué tengo que padecer siempre desgracias?” exclamó bañada en lágrimas, tirada bajo el sol. Al no responderle nadie, se puso de pié y comenzó a caminar tierra adentro.

Sin saberlo había llegado a China. Y hete aquí que circulaba desde hacía siglos una leyenda, según la cual una extranjera llegaría un día y fabricaría una jaima para el emperador. En este país nadie sabía qué era una jaima ni cómo construirla. Pero siempre habían esperado que la profecía se realizase. Además, al inicio de cada año, los heraldos recorrían la comarca, anunciando por todos los rincones que todo extranjero que llegara al país debía ser conducido inmediatamente a palacio. Cuando la gente vio a Fátima llegar a su pueblo, le explicaron que debía presentarse de inmediato en la corte, y la acompañaron.

Una vez frente al emperador, le preguntaron si sabía hacer una jaima. Ella respondió que sí, y pidió cuerda. Lamentablemente, no había. Pero ella recordó su trabajo de hilandera: recogió entonces lino y confeccionó las cuerdas. Entonces pidió tela y no había. Pero recordó su trabajo de tejedora y fabricó tela. Pidió ahora postes y estacas, que tampoco había. Pero ella se acordó de su trabajo con madera y los fabricó ella misma. Al fin, recordando las distintas jaimas que había visto y en las que había vivido, construyó una.

Cuando el emperador vio el resultado se maravilló. Como recompensa, ofreció a Fátima complacer todos sus deseos. Ella decidió casarse con un joven príncipe y quedarse en China, donde tuvo muchos hijos y una vida larga y feliz.

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