Había una vez un rey que disfrutaba muchísimo de la caza del jabalí. Una vez por semana, en compañía de sus amigos más cercanos y del mejor de sus arqueros, salía de palacio y se internaba en el bosque a la búsqueda de los peligrosos animales que, ciertamente, eran una complicación para todos los granjeros y agricultores del reino. La emoción de la aventura se complementaba así con el servicio que se le prestaba a los súbditos al librarlos de sus peores enemigos, depredadores y asesinos.
Un día, mientras perseguía a un grupo de jabalíes que asolaban la región más occidental de su reino, se internó con sus compañeros en un bosque que nunca había recorrido. No era demasiado diferente de otros bosques excepto por el hecho de que en casi cada árbol del pequeño bosque estaba dibujado un rudimentario blanco de tiro. Tres círculos concéntricos de cal más un relleno y pequeño redondel blanco en el centro. Al rey no le llamaban la atención los círculos pintados en los troncos, pero sí le sorprendió ver que en el mismísimo centro de cada blanco había una flecha clavada.
Treinta o cuarenta troncos daban fe de la certeza de los flechazos, cada árbol con un blanco, cada blanco con una flecha, cada flecha en el centro justo del objetivo. Flechas que siempre lucían los mismos colores en sus plumas. Flechas iguales, disparadas posiblemente por el mismo arquero.
El rey preguntó a alguno de los guías por el autor de esos precisos blancos, pero nadie supo contestar.
– Un arquero así sería la mejor garantía de la seguridad del rey, comentó alguien.
– Con un guardaespaldas capaz de acertar cuarenta sobre cuarenta yo iría a cazar leones con una aguja…, rió otro.
– Ojalá sea solamente uno, dijo el arquero real, porque si no, nos quedaríamos todos sin trabajo.
El rey asintió y, rascándose la barbilla, mandó llamar al jefe de sus sirvientes y le dijo:
– Quiero a ese arquero en mi palacio mañana a la tarde. Convéncelo de que me vea, ordénale que venga, o tráelo con la guardia, ¿está claro?
– Sí, majestad, dijo el otro. Y cogiendo un caballo se dirigió al pueblo a buscar al arquero infalible.
Al día siguiente, un paje golpeó en la puerta de la alcoba real para decirle al soberano que su sirviente había llegado y pedía ver al rey.
El monarca se vistió presuroso y salió entusiasmado al encuentro del visitante.
Al llegar al salón de recepción solamente vio junto a su emisario a un jovencito de unos quince o dieciséis años, que sostenía displicentemente un pequeño arco en la mano.
– ¿Quién es este joven?, preguntó el rey.
– Es el joven que me pediste que trajera, dijo el sirviente, el que disparó las flechas del bosque.
– ¿Es verdad? ¿Tú disparaste esas flechas? Ten cuidado con las mentiras, podrían costarte la cabeza…
El joven bajó la mirada y balbuceando de miedo contestó:
– Sí, es verdad, yo las disparé.
– ¿Todas?, preguntó el rey.
– Cada una de ellas, dijo el joven.
– ¿Quién te enseñó a disparar con el arco?, preguntó el monarca.
– Mi padre, contestó el arquero.
– Y él, ¿dónde está?, preguntó todavía el rey.
– Murió hace seis meses, dijo con dolor el adolescente.
No tenemos al maestro, pero tenemos a su mejor alumno, pensó el rey.
– ¿Cuál es la técnica?, preguntó el rey.
– ¿Técnica?, repitió el joven.
– La manera de conseguir una flecha en el centro exacto de cada blanco, le aclaró el rey.
– Muy fácil, dijo el muchacho, yo disparo la flecha al árbol y, después, pinto los círculos a su alrededor.
No lo entiendo ?