Cristina y su jefe
Jorge Bucay – 20 pasos adelante
El plantador de dátiles
Todo sucedió, digamos, en una importante empresa de importaciones. Allí trabajaba desde hace muchos años Cristina, una mujer muy formada y eficiente. A ella le encantaba su trabajo, le gustaba cada tarea del área y disfrutaba con el estudio de cada operación a su cargo, tanto como de los resultados que obtenía, cada vez con más facilidad.
La mujer estaba más que conforme con su lugar de trabajo y no le asustaba su responsabilidad, antes bien, la consideraba adecuada al sueldo que cobraba, que le permitía mantenerse y «darse algunos caprichos» de vez en cuando.
Todo era ideal… salvo… su relación con su jefe, el gerente de comercio exterior. Con él, en realidad, todo iba mal.
Desde que ese señor había entrado en la oficina no había día en el que Cristina no se sintiera abrumada por su presión, ignorada a la hora de una decisión en su sector o manifiestamente maltratada delante de sus compañeros.
Ella lo había intentado todo. Había seguido los consejos de su familia, que le sugería no enfrentarse y «seguirle la corriente», pero había sido peor. También había intentado hacer caso a las palabras de sus compañeros, que, solidarizándose con ella, sugerían que si se enfrentaba conseguiría que el autoritario jefe pusiera pies en polvorosa, pero sólo consiguió entorpecer más la relación. Finalmente fracasó al intentar hablar con él para pedir algún tipo de explicación. Su malestar era tal que Cristina empezó a pensar que debería renunciar a su cargo.
La tarde en la que este cuento comienza es aquella en la que Cristina, finalmente, llegó a una importante empresa de colocación de personal especializado y pidió con resignación los formularios para solicitar trabajo.
Con la cabeza gacha y arrastrando los pies, caminó hasta su casa asimilando su dolor e impotencia.
Al llegar se preparó un puré instantáneo y después de removerlo en el plato, sin deseos de probarlo, dejó que se enfriara y se hizo un té que llevó en silencio hasta su mesita de noche.
Durante un rato, Cristina miró la televisión, sin ver, y luego se quedó dormida, llorando la injusticia de la decisión que se había visto obligada a tomar.
Después de despertarse una decena de veces, Cristina interrumpió su sueño de madrugada, eufórica.
Animada a pesar del poco descanso de la noche, se duchó rápidamente y se sentó junto a la ventana para llenar la solicitud de empleo.
Consciente y decididamente exageró sus virtudes y disimuló sus defectos; destacó sutilmente las palabras excelencia, productividad y tesón y se extendió en sus antecedentes.
Al finalizar revisó la solicitud y sonrió satisfecha. Colocó la hoja en un sobre y partió hacia la agencia.
En sólo una semana (más rápido de lo que había podido imaginar en sus deseos más optimistas) llegó una propuesta de trabajo verdaderamente imposible de rechazar.
Ha pasado el tiempo. Hoy, Cristina ocupa muy feliz el puesto que ocupaba su jefe y en la misma empresa de siempre. Se dice que él también está muy contento en el nuevo trabajo que le consiguió Cristina, en la más importante empresa de la competencia.